jueves, 20 de marzo de 2014

Worlorn: lo que quiso ser y no fue

Martin, George R. R. (1977),
Muerte de la luz (Dying of the Light).
Traducción de Carlos Gardini.
Barcelona: Gigamesh, 2007.


Tanto renombre ha conseguido Martin, especialmente por la saga de Canción de hielo y fuego (A Song of Ice and Fire), que quise investigar dentro de su primera etapa narrativa: en la década de los setenta. Aunque ya había despuntado previamente con varios relatos a lo largo de la señalada década, algunos de los cuales obtuvieron premios prestigiosos como el Hugo y el Nebula, hasta el final de dicho decenio no se atrevió con las novelas. Entre ellas, la más destacada es la que aquí nos ocupa, Muerte de la luz (Dying of the Light), con la que fue nominada a un Hugo. Por mi parte, previamente ya me había acercado a su saga fantástica, llena de trama política, cuya lectura disfruté. Sin embargo, he de confesar mi descontento con esta obra.

En la presentación a la edición de Gigamesh Julián Díez elogia la portentosa capacidad imaginativa del escritor estadounidense, así como la formidable consistencia del universo ficcional que contiene Muerte de la luz, un universo tan rico que en primera instancia el lector debe realizar un esfuerzo superior para adentrarse en este universo de los mundos exteriores, con sus complejas culturas lenas de términos intraducibles, y en el particular planeta errante de Worlorn. Precisamente Worlorn es el mayor atractivo de la obra.

En su trayectoria Worlorn cruza los sistemas de los mundos del confín. Estos, para demos­trar su poderío, deciden celebrar un Festival, una magna exposición donde cada mundo construye su ciudad con lo más representativo de su cultura y sociedad. Pero tras ese esplendor, finalizado el Festival, el planeta progresivamente abandona el calor de las estrellas de los mundos exteriores para volver a adentrarse en el desangelado espacio. Su población temporal abandona al vagabundo espacial, que vive el ocaso de su fama. Sólo quedan las ciudades, dispares entre sí, majestuosas y solemnes muestras de cada una de las catorce culturas del confín, entre las que destaca el canto lúgubre de Kryne Lamiya, la Ciudad Sirena.

En medio de este ambiente crepuscular y moribundo, se desarrolla una historia de amor igual de abocada hacia el final, igual de romántica, la de Dirk t'Larien y Gewn Delvano. Dirk acude a Worlorn para saldar una vieja promesa que contrajo con el que había sido el amor de su vida. Sin embargo, allí se encuentra a su antigua compañera presa en una cultura, la kavalar, beligerante y machista, llena de enormes parecidos con la sociedad espartana. Gwen está comprometida con el kavalar de la tribu de Jadehierro Jaan Vikari, y su tyen (como un compañero de lucha), Garse Janacek. De este modo, además de la romántica y melancólica historia de amor triangular entre Jaan, Dirk y Gwen, se desarrolla una trama de profundos conflictos culturales entre los personajes principales, entre la sociedad civilizada de Dirk, las costumbres kavalares, la enemistad entre las tribus venidas de Alto Kavalan, y la insidia del kimdissi, Arkin Ruark.

Y hasta aquí llegan los atractivos de Muerte de la luz, porque tras esta presentación susten­tada en dos pilares muy prometedores -el mundo y el amor agonizante, y el conflicto cultural-, la historia degenera hacia la mera acción y aventura, perdiendo cada vez más fuelle, y dando vueltas sobre las mismas situaciones, en las cuales constantemente se expone a Dirk a la muerte, y nueva­mente vuelve a librarse de su funesto final por acción de algún otro personaje, casi como un Deus ex machina. Por ese motivo, el lenguaje plano y lineal de Martin abandona toda especulación propia de la ciencia ficción para convertir su fantástico mundo en una sucesión de aventuras, propia de una space opera al más claro estilo popular.

Se trata de una sensación personal, lo confieso, pero una sensación que se interrumpió brus­camente cuando se aceleran los acontecimientos de la trama para lograr un final definitivo, en el que se revelan las verdaderas intenciones de cada personaje: la traición del kimdissi, el rechazo de Vikary a su cultura, la muerte de Garse y la expulsión de Dirk del triángulo amoroso. Esta conclu­sión tan veloz de la trama acentúa el extraño sabor que iba dejando la cada vez menos atractiva historia. Por ello, a mi juicio, el punto que mayor mención merece en este final es el epílogo donde Martin cierra la trama con el desafío a muerte entre Dirk y un kavalar de la tribu de los Braith. El frío de la mañana y el enfrentamiento que no concluye dejan esa salida abierta que el lector debe concluir definitivamente.

Por es emotivo, considero que Muerte de la luz es una novela juvenil, llena de pasiones básicas y aventuras, personajes alienados y regidos por códigos culturales cerrados, y mucha aventura. Se vislumbran las grandes dotes de Martin, especialmente a la hora de idear ricos mundos ficcionales, pero queda todavía un camino hasta la subversión de géneros y la riqueza de personajes en Canción de hielo y fuego.

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